El silencio de las palabras
cap:1
Una capa de hielo a medio derretir cubría la acera de hormigón. Observé
asombrada cómo las punteras de mis botas katiuskas resbalaban sobre la
escarcha mientras los talones quebraban su superficie. Hasta entonces, sólo
había visto el hielo en forma de trocitos en los helados de judías rojas. Pero este
otro hielo era salvaje y desafiaba las calles y los edificios.
—Tenemos mucha suerte de que haya quedado un piso libre en uno de
los edificios del señor N. —comentó la tía Paula mientras nos conducía en su
coche a nuestro nuevo barrio—. Tendréis que arreglarlo un poco, por supuesto,
pero con lo caros que están los alquileres en Nueva York, ha sido una buena
ganga.
No podía estar quieta en el coche. Meneaba todo el rato la cabeza
buscando rascacielos, pero no encontré ninguno. Estaba deseando ver la Nueva
York de la que tanto había oído hablar en la escuela: Min‐hat‐ton, con sus
relucientes tiendas y, sobre todo, con la Diosa de la Libertad alzándose
orgullosa en el puerto. A medida que avanzábamos, las autopistas iban dando
paso a avenidas increíblemente anchas que se perdían en el horizonte. Los
edificios eran cada vez más sucios, con ventanas rotas y frases en inglés
pintarrajeadas en las paredes. Giramos un par de esquinas, dejando atrás a un
montón de gente que esperaba en una larguísima cola, a pesar de lo temprano
que era. Por fin, el tío Bob aparcó junto a un edificio de tres plantas en cuyos
bajos había una tienda abandonada cuyo escaparate estaba tapado con tablones.
Pensé que se había detenido para hacer algún recado, pero entonces todos
abandonaron el coche y bajaron a la helada acera.
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